Me llaman profe...No pude ser maestro.
Psicólogo y Licenciado en Lingüística
y literatura.
SIGNUM AULA ABIERTA
Escribir, ese otro goce no aprendido
"Los libros no se hacen como los niños, sino como las pirámides, con un diseño premeditado, y añadiendo grandes bloques, uno sobre otro, a fuerza de riñones, tiempo y sudor" (Flaubert)
Jairo Aníbal Moreno Castro*
Definitivamente escribir es un acto pasional. Es una gimnasia de suyo emocionante; es, sin importar el formato del escrito, su motivo, ni sus circunstancias, un acto sublime de creación. Por más formal, preciso, concreto e inmediato que se advierta un texto, en él hay creación. Toda escritura es en principio y hasta el fin, creatividad, vida nueva, buenos y nuevos aires. Borges se quejaba de no entender cómo la escritura podría ser un ejercicio revolucionario si su insumo principal era la lengua, producto ejemplar de la tradición. Aun aceptando el hecho de que la escritura está esclavizada en su base por el código, sistema que conserva, que preserva, que custodia las tradiciones sociales, toda escritura es novedad y como tal es parto, es nacimiento, es sentí-miento. Por eso comprendemos bien a nuestro poeta y maestro Luis Vidales. Gozaba él, confesando que escribía siempre acostado pues sentía la escritura como el acto más cercano a un parto.
Pero la escritura no es sólo derroche pasional, es también esfuerzo, razón y sufrimiento. Requiere – como nos recuerda Flaubert en el epígrafe – planeación inteligente, tiempo, riñones y sudor. Es una manifestación genuina de la inteligencia humana. Una práctica exigente muy demandada por la escuela. Ya lo habíamos expresado con vehemencia:
La escritura no es producto de la magia, sino de la perseverancia," afirmó un célebre narrador universal. No se entiende cómo, muchos aspirantes a escritores esperan (sin asomo alguno de esfuerzo, de rigor ni de tesón) que aparezca tras un soplo divino, la inspiración salvadora. Así que la escritura no es, para los mortales comunes y corrientes, un regalo generoso de los dioses; es, radicalmente, una práctica social compleja y multideterminada que requiere de competencias y saberes especiales: aptitudes intelectuales, habilidades comunicativas, sólido dominio de un código lingüístico. Si escribir fuera solamente un ejercicio intuitivo producido en un instante iluminado, las palabras de Calvino no tendrían mayor sentido. Dijo el pensador: "Hago muchas, muchas correcciones. Diría que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada palabra cuando hablo, y experimento la misma dificultad mientras escribo". En definitiva, el escritor, salvo en casos excepcionales, se forja a punta de paciencia, trabajo y emoción.[1]
Ya lo gritaba también la simpática Mafalda; “No es lo mismo tener algo que decir, que tener que decir algo”. No queda duda, para escribir bien, es imperioso tener algo que decir, es también imprescindible tener ganas de decirlo (aunque la emoción sea una condición básica pero no suficiente) y es inevitable decirlo de manera fluida, coherente, versátil e impactante. Es decir, decirlo bien. Para decirlo bien apelamos a la experiencia con las letras, a la disciplina, a la curiosidad personal, a la escuela. Las instituciones educativas han recibido de la sociedad ese enorme encargo social: enseñarnos a escribir, es decir “a tejer, a llenar de movimiento, de razón, de gracia, audacia y emoción, el puñado de grafemas atrapados en nuestro código alfabético”[2].
Tal es el punto de partida del presente ensayo. Ésta es su tesis fundamental: La escuela contemporánea, instancia social instituida para adentrarnos con oportunidad y eficiencia en el mundo de las letras, se ha rajado en este tema. Ha sido incapaz de cumplir exitosamente con su cometido. Las razones parecen estar esclarecidas: Primero, un marcado desconocimiento del valor intelectual, afectivo y social de las prácticas escriturales. La escritura asumida por el sistema educativo como un comportamiento desbordadamente espontáneo, intimista, sin mayor respaldo científico (problema educativo). Segundo, una inadecuada instrumentación conceptual que convirtió en mitos, zancadillas y fracasos sus esfuerzos (problema pedagógico Moreno, J, 2012)[3]; Tercero - y como consecuencia de lo anterior - , una inapropiada selección de metodologías, frías en su concepción y descontextualizadas en su aplicación que castigaron la escritura convirtiéndola en rutina tediosa, infértil y aversiva (problema didáctico).
Escribir es entonces uno de esos tantos goces de la inteligencia humana apaciguados en la escuela.[4] Constantemente la sociedad que desestima o desconoce el peso que tiene la escritura en el desarrollo plena de las personalidades y organizaciones sociales, reclama y se reclama por las insuficiencias lectoras y escriturales de los escolares alfabetizados o en proceso de serlo. Son persistentes las quejas que en este sentido emiten, la Unesco, El Icfes, El Ministerio de Educación Nacional, Los maestros y los mismos aprendices alertando acerca de la precariedad con la que los escolares enfrentan sus desafíos y obligaciones de producción textual. Se dice que escribimos mal. Se anuncia que nuestras producciones son atomizadas, planas, desestructuradas, gramaticalmente incorrectas, argumentalmente frágiles, conceptualmente livianas, funcionalmente previsibles y estereotipadas. Con mucha frecuencia- afortunadamente – la investigación nacional señala con distinto discurso, pero con igual dolor, las mismas dificultades. Aquí, el aparato educativo en pleno con sus ideólogos vigías y administradores, deben asumir una actitud más agresiva. Si bien no son pocos, ni desarticulados, ni mal gestionados los esfuerzos que distintas parcelas sociales realizan con ánimo remedial, todavía no impactan suficientemente el objetivo.
Aplaudimos - eso sí - por su textura, oportunidad, pertinencia, y claridad administrativa, los programas que actualmente lidera el Ministerio de Educación Nacional, La Asociación Colombiana de Universidades y la empresa privada en cabeza de R.C.N. El bienvenido y maravillosamente exitoso Concurso Nacional de Cuento, El plan Nacional de lectura y escritura que pretende llegar con ideas, con libros, con expertos, con esperanza, a todos los rincones y niños del país, son muy bellos testimonios de comprensión del problema. La gigante colección de títulos bibliográficos, denominada Colección Semilla, que se está entregando a secretarías regionales de Educación, bibliotecas y escuelas en todos los puntos de la geografía nacional, es una señal precisa y contundente de que están bien prendidas las antenas. Los Talleres y clubes de lectura y escritura con los que el Ministerio de Educación Nacional y Ascun, atraviesan selvas y ciudades, es otra manifestación inteligente de que al respecto, sí existe sensibilidad. Pero, todavía faltar un esfuerzo adicional: Convencernos mejor de que además de los objetivos iniciales de acercarlos y acercarnos al hechizo de las letras bien escritas, de potenciar la creatividad y los procesos comunicativos (objetivos de por sí importantes e ineludibles), escribir es una gimnasia necesaria para fortalecer el cerebro, tonificar el pensamiento y afinar la comprensión del universo.
Precisamente allí, en la escuela, su magia es derribada por la avalancha de tareas insulsas propuestas con el fin tirano de domesticar la mano, esclavizar los sueños y disecar la mente. Entramos en la escuela, espacio vital donde transitan nuestros mejores años y nuestras más perdurables emociones. Allí escribir es una meta principal por la que ni maestros ni escolares tienen un minuto de sosiego. Antiguas concepciones pedagógicas, mal alimentadas por el discurso académico de las viejas Facultades nacionales de Educación, nos vendieron la ilusión de que podríamos acceder a los misterios de la letra, con atención preferencial - si no exclusiva - por los recodos sensoriales y motrices. Mover finamente la mano para escribir con acierto, fue entonces la consigna. Hemos tardado desde entonces mucho tiempo para entender que la fuerza de la escritura no se encuentra en la mano, tampoco en el lápiz, ni en los modernos dispositivos tecnológicos. El poder de la escritura, su nervio, lo encontramos en la mente. Su motor lo hallamos en el alma. Su destino lo descubrimos en “el otro”. De suerte que la mano, no nos vuelve cohesionados, coherentes, ni impactantes. A los modelos tradicionales de ruta analítica (De Bravlassky, 1957), esmerados en las grafías y obsesionados por las destrezas musculares, hubo y hay que adicionarles modelos explicativos más generosos con los devaneos del pensamiento y con los combates ardientes de la comunicación.
Ésta, la mente, el motor de la inteligencia y el aprendizaje, queda casi siempre irremediablemente atrapada en los escombros de tantos palitos y bolitas; queda encarcelada y sin destino cierto entre las enormes barricadas construidas con “Mamá amasa la masa” con “la mula asoma en la loma” y con la infaltable “Susy asea la mesa.”. De lo pedagógico a lo didáctico, campó de acción y de investigación (Jolibert, 2001) bastante maltratado, mal-comprendido, mal- utilizado. No puede ser de otra manera, los modelos se ponen en escena en prácticas de aula coherentes con sus soportes y sus fines. Por lo tanto, si se concibe que la motricidad fina y la coordinación ojo-mano, por ser las responsables de los tamaños, de las orientaciones y de las formas que adoptan las grafías en la hoja, son también los fundamentos de la buena escritura, entonces el aula se llena de acciones consecuentes: Picar, cortar, seguir caminos lineales, colorear sin desbordar las áreas preestablecidas. Muchos palitos, no menos bolitas, cuadraditos, circulitos y circulotes en la mente y cuadernos de los niños. Mente que poco a poco va adiestrándose para la aburrida mecánica escritural. Estos prerrequisitos o prerecurrentes del acceso al código escrito no tienen, eso sí lamentablemente, jurisdicción sobre asuntos escriturales más complejos. Las planas, por más interesantes que sean sus contenidos, por atractiva que nos parezcan Susy, la mula y la mesa, no alcanzan para convertirnos en escritores bien equipados para instalar en otros, de forma contundente, nuestros sentimientos, pensamientos y nuestras buena y malas intenciones. El camino es diferente. Quizás menos apacible y seguro, pero probablemente con mejores opciones para conducirnos a la meta. El camino de la construcción no verbal (y verbo-oral) de pretextos comunicativamente provocadores y gratificantes. El camino del discurso, que nos conduce sin remedio y sin atajos al texto y algún día (si fuera necesario) a las grafías, a las letras bien delineadas.
La ruta contraria, la más fácil, la que no la ciencia, sino el sentido común nos sugiere como la expedita y productiva; la que tiene en el punto de partida ese “puñado de grafemas”, ampulosos unos, regordetes otros, termina medio alfabetizándonos con un costo gigantesco. Generalmente con más angustias que ilusiones, con más impedimentos disléxicos que competencias efectivas. Tal y como le sucedió a Jhon Corcoran, el célebre profesor universitario a quien
…En segundo grado lo pusieron en la fila de los “tontos”. En tercer grado, una monja les daba una vara a los demás niños y dejaba que cada uno asestara un golpe a las piernas de John cuando él se negaba a leer o escribir. En cuarto grado, su maestra le encargó que leyera y esperó todo un minuto de completo silencio hasta que el niño creyó que se sofocaba. Luego él pasó al siguiente grado y al siguiente. John Corcoran no reprobó un año jamás en la vida.[5]
Como nosotros, afortunados hombres de cifras y de letras, terminó Jhon con una silla en la universidad sin saber leer ni escribir.
Casi veinte años más tarde, aquí, en los últimos peldaños de la vida universitaria, en el momento en el que creímos haber conquistado para siempre los máximos honores de la práctica escritora, descubrimos que la lista de proyectos infantiles fracasados, está encabezada por el más añejo, el más querido y también el más reprimido de todos: aprender a escribir. Qué sucede entonces? Pasan los años, escalamos peldaños, nos volvemos grandes y mañosos. Entramos a la universidad. Con cierta ilusión menguada por el temor a los nuevos escenarios de la inteligencia, nos aprestamos a mostrar nuestras dotes lecto-escritoras. Tomamos apuntes, más apuntes. Reseñamos y empezamos a ensayar. Ensayos y errores. Más errores que ensayos. El ensayo resulta ser el mejor plato y luego la tortura favorita. Después de muchas hojas que se resisten a perder su blancura virginal, luego de innumerables tachones y reinicios, descubrimos que no sabemos hacerlo. No sabemos escribir. Nuestros textos no gustan, no seducen, no se comprenden, no dicen lo que deben decir, no cuentan lo contable. Recordamos entonces a los maestros y maestras que nos dieron su mano y en los comienzos. Apreciamos su labor, pero nos entristecen las consecuencias de su esfuerzo. No sabemos escribir. En nuestros textos[6], las ideas no están aceptablemente conectadas. Es difícil saber cuál es el asunto principal. Se dedica demasiado espacio a tópicos de menor importancia. El escritor ignora las expectativas y observaciones de sus lectores. Una parte no tiene que ver con la otra. Se encuentran demasiadas ideas incompletas. La secuencia significativa resulta poco creíble. Se expresan las ideas – frecuentemente de bajo peso - con desorden y descuido.
No sabemos escribir, no podemos hacerlo como los tutores lo pretenden. Son muy ingeniosas las estrategias usadas para esquivar las exigencias comunicativas de currículos y maestros. Jhon, las usó todas. En la universidad todo es difícil:
le preguntaba a cada nuevo amigo qué maestros calificaban con ensayos, que maestros ponían exámenes de opción múltiple. En cuanto salía de una clase, arrancaba de su cuaderno las páginas de garabatos, por si alguien le pedía mirar sus apuntes. Por las tardes miraba fijamente gruesos libros de texto para que su compañero de cuarto no albergara dudas. Y se acostaba en la cama, exhausto, pero sin poder dormir, sin poder hacer que su mente zumbante se liberara. John prometió ir a misa 30 días consecutivos al romper el alba, si tan sólo Dios le permitía obtener su título académico.
El peso de esta ausencia en no pocas ocasiones nos derriba: Entonces, escondemos la mano, congelamos las ideas y sepultamos la ilusión. Antes de buscar las soluciones, deponemos la emoción. Nos sentimos impedidos, alienados, conmovedoramente torpes. Renunciamos momentáneamente al juego con las letras. Buscamos en el computador, en las demás prótesis tecnológicas que la industria cultural nos proporciona o en los desfogues desbordados mediados por las ayudas alucinógenas, sublimación para el sueño torpedeado. Creemos entonces haber encontrado escondites seguros para nuestras frustraciones. Seguimos nuestra aventura universitaria. No aprendemos bien. No nos sentimos conformes, no nos reconocemos bien calificados. Entonces muchas veces desertamos. Nos vence la depresión. La milagrosa fluoxetina no alcanza a repararnos. El sanatorio, la calle, la cárcel, amenazan con salvarnos. Es el derrumbe. Pocas veces queremos intentarlo nuevamente. Muchas menos arribamos a la meta. Como Jhon quien finalmente con algo de suerte y bastante de maña para mecanizar sin titubeos la rutina de marcar con una x la respuesta verdadera, obtuvo su diploma profesional. Supo enseguida desquitarse de escuelas y docentes, volviéndose maestro de la Universidad, de su universidad. Así fue (así puede ser), “John daba clases en California. Cada día le encargaba a un alumno que leyera el libro de texto a la clase. Ponía exámenes uniformados que podía calificar colocando un molde que tenía agujeros sobre cada respuesta correcta, y los fines de semana por la mañana se quedaba horas acostado en la cama, deprimido”[7].
Muy deprimido. Con el dolor de no ser escribano, escribiente ni escritor. Con la culpa ética bien afilada, con el desconsuelo de estar lejos, bien arriba, sin haber hecho acertada y oportunamente la tarea. Siendo apenas y a-penas escri-vano, pudo y podemos obtener honores académicos. Para infortunio de la sociedad, sin saber suficientemente leer ni escribir, algunos nos graduamos y hasta cumplimos el sueño de ser profes.
Corresponde entonces ahora, superar con la decisión de soldado a punto de morir, esa manquedad para nada cervantina ganada tras las paredes de la vieja escuela. Corresponde a todos el compromiso de la cura: Al sistema educativo que debe comprender mejor el peso que las letras bien usadas tienen en el progreso de sujetos y de pueblos; a los teóricos del aprendizaje quienes tienen con nosotros, aprendices fracasados, una deuda similar a la que a la cándida Eréndida cobraba su abuela desalmada; a las escuelas de todos los niveles que habiendo sospechado la importancia de las letras, no han podido construir currículos en los que la escritura y la lectura sean algo más que comodines sin gracia y sin destino; a los maestros a quienes, siempre bien intencionados, pero a menudo no tan inspirados ni tan audaces, nos ha derrotado la tarea de diseñar alternativas de aprendizaje de las letras, verdaderamente creativas, sobradamente consistentes y exitosas; y, por último, corresponde también a ese ejército amorfo de medio alfabetizados resistir. Redoblar las energías y multiplicar las emociones. Sentir que todavía no somos lo suficientemente viejos como para no intentarlo nuevamente. Nos corresponde ahora, décadas después, regresar a la escuela inicial. De nuevo al aprendizaje de la escritura.
Comprender como Greene, que finalmente escribir es una “forma de terapia. … para escapar de la locura, de la melancolía, del terror pánico inherente a la condición humana". Aceptar, como Jhon Corcoran[8] lo hizo (a los 48 años de edad cuando aprendió a leer) que esconderse de las letras nos condena a una infelicidad no merecida.
Sólo así podremos descifrar por fin y ojalá que para siempre los misterios que hacen de la palabra escrita, el instrumento más fino de la seducción.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
CAMPOS, J, L. 2006. La evaluación de la composición escrita desde una visión cognitivista. Escuela Abierta, ISSN: 1138-6908 Escuela Abierta, 2006, 9, p. 145-159
CARLINO, P. (2002). Enseñar a escribir en todas las materias: cómo hacerlo en la universidad. Ponencia presentada en el Seminario Internacional de Inauguración Subsede Cátedra UNESCO Lectura y escritura: nuevos desafíos, Facultad de Educación, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza.
CONTEXTOS ACADÉMICOS. (2012). Procesos, operaciones y habilidades implicadas en la producción de textos académicos en estudiantes de comunicación social de la Fundación Universitaria Los Libertadores, Bogotá.
DE BRAVLASSKY, Berta (1957) La querella de los métodos. Dolmen, Chile.
JOLIBERT, J. (2001). La didáctica, un campo de acción y un campo de investigación, Ministerio de Educación Nacional, Bogotá.
LOMAS Y TUSON (ed.)) 2000) la escritura en la enseñanza secundaria los procesos del pensar y el escribir Barcelona, grao.
MORENO, Jairo Aníbal. (1992). La del lenguaje, última peste del milenio. En: Arte y conocimiento. Iberoamericana. No. 12.
MORENO, Jairo, Aníbal. (2010). La escritura, muy breve cronología de una pasión. Documento de reflexión, Signum, Contextos Académicos. Ministerio de Educación Nacional, Foro nacional de “prácticas pedagógicas para promover la lectura y la escritura en el ámbito escolar”, Bogotá.
SMITH, C. B., y K. L. Dahl. (1988) La enseñanza de la lectoescritura: un enfoque interactivo, Visor, Madrid.
OLSON, David (1999): El mundo sobre el papel. El impacto de la escritura y la lectura en la estructura del conocimiento. Barcelona, Gedisa.
SIGNUM AULA ABIERTA. (2009) leer y escribir, juegos de contacto. Bogotá, Universidad Distrital.
Notas bibliográficas
* [1] Psicólogo, Licenciado en Lingüística y Literatura. Profesor, Universidad Nacional, Universidad Distrital, Universidad Pedagógica Nacional, Universida Santo Tomás, Escuela de Artes y Letras. Integrante de los equipos Signum Aula Abierta y CONTEXTOS ACADÉMICOS .
[1] Texto escrito con algunas palabras faltantes para que lo completaran experimentalmente, los sujetos participantes en la investigación “Evaluación de procesos, operaciones, habilidades y desempeños escriturales en estudiantes de la Facultad de Comunicación Social de la Fundación Universitaria Los Libertadores, Bogotá, 2011.
[2] Moreno, Jairo A. 2010. Muy breve cronología de una pasión. Signum Aula abierta, Bogotá.
[3]Ver, Moreno, J, A. 2012. Leer y escribir, mitos, trampas y zancadillas de una escuela que sigue apostándole al caballo equivocado, Contextos Académicos, Bogotá.
[4] De aquí en adelante, todos los encabezados de párrafo, escritos en negrilla y cursiva corresponden a los planteamientos nucleares del texto experimental “Muy breve cronología…”, referenciado arriba. Se trata de un ejercicio analítico de disección y elaboración intertextuales, técnica que esperamos no termine desbordándonos. (Leyendo exclusivamente los inicios en negrilla puede reconstruirse el texto de partida arriba referenciado)
[5] Historia verídica acaecida en Texas, Universidad de El Paso, y publicada en el libro Caldo de pollo para el alma" de Jack Canfield.
[6] Campos, J, L. 2006. La evaluación de la composición escrita desde una visión cognitivista. Escuela Abierta, ISSN: 1138-6908 Escuela Abierta, 2006, 9, p. 145-159
[7] Ob.cit, pag, 2.
[8] A la edad de 48 años, tiempo después de ser un docente universitario exitoso, una bibliotecóloga, paciente y amorosa le enseña por fin a leer y a escribir. Logra así cumplir un sueño lejano: leer y contestar las cartas que veinticinco años atrás, le escribió su esposa. Más tarde, en 1997, John Corcoran fundó la institución no lucrativa denominada "The John Corcoran Foundation" con sede en Oceanside, CA. Cuyo propósito es acabar con el analfabetismo en niños y adultos en América.