EDUCACIÓN Y DESARROLLOS DE LA CIENCIA; UNA CONTRADICCIÓN IMPERTINENTE

No hay ninguna duda de que los desarrollos científicos del último tramo del siglo veinte, llegados desde bien diversas disciplinas, fueron muy generosos con la EDUCACIÓN, la PEDAGOGÍA y la DIDÁCTICA. Es cierto que tales desarrollos crearon para la escuela un distinto escenario y un nuevo destino. Creatividad, comprensión, interlocución, democracia, consenso, fueron las aristas principales del nuevo horizonte educativo forjado teóricamente a partir de los avances científicos anunciados. Tampoco hay duda de que a pesar de la manifiesta consistencia de tales desarrollos científicos, las prácticas de aula continúan, en lo esencial, siendo las mismas que apesadumbraban a nuestros bisabuelos. Existe entonces una brecha enorme entre el decir y el hacer pedagógicos; entre la esperanza fundamentada en la teoría y la realidad expresada en las prácticas profesionales de nosotros, los maestros.
Es claro que los desarrollos científicos del último cuarto del siglo veinte, provenientes especialmente de las neurociencias, de la psicología cognitiva y de la psicolingüística cognitiva (heredera de las viejas ideas de la Escuela de Port Royal) demostraron con suficiencia argumental que los humanos somos esencialmente CREATIVOS y que para ello disponemos de una porción cerebral - derecha y posterior - hasta entonces arrogantemente despreciada por la ciencia. Crear más que creer, buscar, más que encontrar, producir más que consumir, construir más que contemplar, fueron las nuevas marcas de la naturaleza humana y se volvieron desde entonces los nuevos derroteros pedagógicos.

Esas mismas disciplinas, fortalecidas con las audaces propuestas neurolingüísticas (LURIA, 1986), nos convencieron igualmente, de que a diferencia del resto de animales, los seres humanos somos ejemplarmente COMPRENSIVOS, intelectuales y semánticos, pues nuestra cognición se encuentra conformada - nos dijeron- por tres módulos especializados para ejecutar tareas complejas referidas al significado y uno, solo uno, destinado a las labores básicas del significante. Así es, tres cuartas partes de la cognición humana viene predispuesta para las faenas más significativas de la inteligencia y una cuarta parte (el módulo de análisis y síntesis), tan solo una cuarta parte de ella, estaría preconfigurada para labores enfáticamente formales y vacíaas. Ésta es una estructura mentalmente privilegiada en su diseñoo que nos obligó a creer que el territorio escolar, a diferencia de cualquier zoológico por atractivo que parezca y por útil que nos sea, es un escenario genuino para pensar, procesar y comprender. Quedaron desde entonces definidos los signos mayores del aprendizaje humano y esclarecidas las limitaciones de la que hoy denominamos "pedagogía de chimpancé".
Como ñapa, la ciencia social del siglo veinte, entusiasmada con los resultados exitosos de la sociolingüística (Labov, Fischman, Hymes, Bernstein) nos vendió la tesis de que nadie vive solo; de que nadie aprende solo; de que nos convertimos en humanos a partir de las miradas, los tratos y maltratos de los otros; de que somos animales, además de simbólicos, funcionalmente COMUNICATIVOS, es decir, sentenciados a vivir en colectivo, en asamblea. Interactuar, convivir más que vivir, no serían ya pasatiempos caprichosos de fines de semana, sino una necesidad humana sustancial. Para la escuela, la nueva consigna fue clara, es de los consensos, de la tan nombrada " negociación de sentidos", de donde provienen los contenidos, los proyectos y las rutas del aprendizaje. Abran la puerta señores, llegó la democracia.
Habiéndose certificado la esencia creativa, comprensiva y comunicativa de la naturaleza humana, irrumpieron en la academia, concepciones, modelos y propuestas de aprendizaje y enseñanza realmente esperanzadoras: creímos entonces que todo estaba dispuesto para instaurar por fin y para siempre una escuela realmente inteligente y muy bien equipada para la convivencia. La Pedagogía de proyectos alcanzó a emocionarnos. La educación maestro- dependiente, verticalista, paternalista, dogmática, normativa, asignificativa, fragmentada y preocupantemente descontextualizada, sería cambiada, pensamos hace treinta años, por una educación fuertemente argumental en la que el maestro solo fuera un interlocutor más, en la que innovar fuera más urgente que memorizar y reproducir, en la que la negociaciónn democrática de sentidos y la integración de temas, aprendices y objetivos, fueran los ejes primordiales.
Ha pasado casi medio desde entonces y tales discursos académicos siguen sin impactar decididamente las férreas estructuras de la escuela nacional. La tendencia sigue siendo similar: rutinas de enseñanza y aprendizaje que no promueven autonomía, escasamente innovadoras y morbosamente previsibles y formalistas. El resultado parece desolador: no hemos podido liberarnos de los obstáculos que nos impiden SENTIR y PENSAR, que nos limitan para CREAR, que nos ponen zancadillas para APRENDER, que no nos dejan LEER NI ESCRIBIR y que nos arrebatan fatalmente la felicidad. Estas parecen ser razones suficientes para que instituciones y maestros acordemos un plan efectivo para cerrar la brecha gigantesca entre el decir pedagógico pujante y veraz y las prácticas de aula, resistentes y científicamente infundadas.